—¡Vamos, Claramunt! Una copa más y te dejamos marchar —me promete mi jefa al tiempo que, con una sonrisa de oreja a oreja, me sirve otra copa de champán. Al menos, esta vez derrama el líquido dentro del vaso y no encima de mi cabeza. Tengo el pelo superpegajoso desde que descorchó la primera botella.
—¡Es la espuela, Arturito! —grita una de mis compañeras por encima de la música de los Backstreet Boys, al ver mi cara de reticencia—. No puedes negarte a la espuela. Es de primero de despedidas de soltero.
Me giro hacia ella y la señalo con el dedo. O lo intento. Voy un poco achispado. Mi tolerancia al alcohol sigue siendo escasa.
Soy un esturión en medio del océano.
—La despedida fue la semana pasada —respondo—. Y llevamos tres botellas con la excusa de la espuela.
Ella ríe a carcajadas (normal, tanta espuela) y yo… pues también.
Soy un esturión feliz en medio del océano.
Mañana, a las 12 del mediodía, me caso con Chris. Se me acelera el corazón y eriza el vello al recordarlo, algo que sucede cada dos minutos, pero es que… Madre mía, ¡mañana me caso con Chris Lacoste! Mi anguila eléctrica. Mi niño bonito. Un grano en el culo para la mayoría de la gente, pero, joder, ojalá todos los granos en el culo fueran como él. Sonrío como un tonto sin poder evitarlo.
—¿Ya llevamos tres botellas? Merde, cómo pasa el tiempo —exclama otro compañero—. Eres un liante, Claramunt.
—Tendréis cara —respondo con una sonrisa justo antes de llevarme la copa a los labios. No llego a beber porque me suena el teléfono. Es Chris—. ¡Bajad la música! —les pido a todos—. Que yo venía solo diez minutos para despedirme hasta la vuelta.
—¿Diez minutos? Me acabas de clavar una espina en el corazón. Y de las gordas —me dice Jack, mi mejor amigo del trabajo, todo ofendido.
Le hago un gesto con la mano para que se calle. Es de los pocos que viene mañana a la boda.
—¿Tete? —me llama Chris en cuanto descuelgo.
—Holaaa —respondo en plan sexi y sugerente, pero no sé yo…—. ¿Adivina?
—¿Qué?
—Soy un esturión feliz en medio del océano. Los esturiones habitan en su mayoría cerca de la orilla, pero se sabe que se aventuran en mar abierto —le aclaro, por si no ha pillado la gracia.
Chris ríe.
—Eres un esturión muy peculiar, tete. ¿Aún estás en el Oceanográfico?
—Sip.
—Vale, porque voy a…
—¡Lacoste! —lo interrumpen varios de mis compañeros.
—¡Vivan los novios! —grita otro.
—¡Sííí! ¡Vivan!
—No les hagas caso —le digo yo—, están borrachos.
—¿En horario laboral? ¿Un montón de biólogos frikis del Oceanográfico? Tenéis que dejar de beber agua del acuario, al final os va a pasar factura.
—Es champán, listillo. Y también está el departamento de administración. Y los acuaristas. Y…
Jack me rodea el cuello con un brazo y acerca la boca a mi teléfono.
—¡Christopherrr! —grita.
—Tú eres el que más peligro tiene con el agua del acuario —le responde el otro.
—¡Yo también te quiero!
—Me han liado, tete —le digo yo.
Chris ríe.
—¡Vente, Chris!
—Tío, eso ha sonado fatal.
—Que alguien le quite la copa de champán a Jack, por favor.
—¡Estoy de celebración! Arturito se me casa.
Torn, de Natalie Imbruglia, comienza a sonar al mismo tiempo que el teléfono de la oficina. Mi jefa nos pide silencio con el dedo y levanta el auricular.
—Oceanográfico, dígame. ¿¿¿Qué??? ¿¿¿Dónde??? ¿Ahora? ¿Está vivo? No me lo puedo creer. ¿Hay algún herido? Despejad la zona. Vamos enseguida.
—¿Qué pasa? —pregunto, me retiro el móvil de la oreja y dejo la copa en la mesa que tengo al lado.
—Hay un tiburón blanco varado en la playa, en Larvotto. Agoniza. No hay heridos.
—¿Ha dicho tiburón blanco? Es coña, ¿no? —escucho de fondo a Chris.
No pienso. Solo actúo. Cuelgo y echo a correr.
—¡Arturo! ¡Espera!
—¡Claramunt!
Escucho las zancadas de mis compañeros detrás de mí, pero las ignoro. Ignoro todo. Bajo los cuatro tramos de escaleras de dos en dos, salgo a la calle y corro lo más rápido que puedo. Teniendo en cuenta el tráfico y las tres botellas de champán que nos hemos metido entre pecho y espalda, la única opción es esta.
Hay tres kilómetros desde el Oceanográfico hasta Larvotto. Pan comido. Ya no juego de manera profesional al tenis, pero mi resistencia física sigue siendo superior a la media, así que enseguida dejo de oír las voces del resto.
Cruzo varios semáforos en rojo y me gano unos buenos bocinazos. Pido disculpas a todo ser viviente. Estamos en hora punta y la ciudad rebosa de movimiento. Tengo el sol encima de mi cabeza, superpotente para ser marzo.
Tardo dieciséis minutos en llegar. Espero que no sea demasiado tarde. «Por favor, que no sea demasiado tarde». Entro en la playa y voy directo al enorme corro de gente que se aglutina en la orilla.
—Dejadme pasar.
Me abro camino sin detenerme a recuperar el aliento y me da un vuelco el corazón en cuanto mis deportivas tocan el agua y veo al tiburón. Es un macho de cinco metros y está varado en la arena, a punto de morir.
—Dejadme pasar, por favor —repito con la voz cogida por la desolación.
Cada vez hay más especies que se encaminan a aguas poco profundas. La falta de oxígeno en los océanos lo está provocando. Se me parte el alma. La vulnerabilidad me supera.
—Lo siento —me dice un chico uniformado, y sin apenas mirarme me pone la mano en el pecho, que sube y baja sin cesar—, no puede pasar, señor. Es peligroso. ¡Atrás! ¡Todos atrás, por favor!
—¿Peligroso? ¡Se está muriendo!
El chico se gira hacia mí y me mira. Me mira. Y me reconoce. Abre mucho los ojos.
—Oceanográfico —le digo antes de que abra la boca. Le enseño la tarjeta de identificación que llevo colgada al cuello y que, con las prisas, ni me he quitado—, déjame pasar.
—Perdona, os estábamos esperando. Ven.
Paso la barrera de otros diez hombres uniformados y me acerco al tiburón. Oh, madre mía. Me agacho e intento valorar su estado. Toco por primera vez a un tiburón blanco. Esto no debería estar pasando. Está herido en el costado. Alguien ha intentado pescarlo. Maldita sobrepesca. Se me anegan los ojos de lágrimas, pero me pongo en marcha enseguida.
—Claramunt… —me llama uno de los oficiales—, cuidado. Es enorme.
—Ayudadme a ponerlo bocabajo —les pido—. No va a haceros daño. Se muere.
Cuatro de ellos se acercan y siguen mis instrucciones. Nos quitamos el calzado y nos metemos en el agua hasta que nos cubre hasta el pecho. Conseguimos ponerlo bocabajo.
—Hay que oxigenarle las branquias. Tenemos que mover el agua y crear una corriente. Vamos, todos juntos.
—¡Arturo!
Son mis compañeros. Por fin han llegado.
—Jack. Ayúdame.
Se coloca a mi lado e intentamos reanimarlo juntos, con todas nuestras fuerzas.
Chris
Nunca le había dado importancia a la expresión «se me cae el mundo encima». ¿Se te cae el mundo encima? Es imposible sentirse como si el mundo se te cayera encima. Te asfixiaría al instante. Morirías. Así que jamás pensé que se me caería el mundo encima. Pero, cuando llego a la playa de Larvotto y veo a Arturo metido en el mar con el agua literalmente hasta el cuello y un puto tiburón blanco de cinco metros entre sus brazos, me asfixio. La cabeza se me inunda de imágenes del escualo abriendo la boca y tragándose al amor de mi vida, como tantas veces he visto en la tele, y se me detiene el corazón. Lucho por recuperar la respiración, yo sé recuperar la respiración, lo sé mejor que nadie, pero mis pulmones no responden. Mi cuerpo no me obedece. ¡Vamos, joder! Como puedo, me acerco a la orilla en un par de zancadas sin perder de vista a Arturo hasta que encuentro resistencia.
—No puede pasar, lo siento.
Clavo la mirada en el agente que me impide el paso y me hago consciente del mundo que me rodea. La playa está atestada de gente. Policías, periodistas, ambulancias, lugareños, turistas… Hay un helicóptero encima de nuestras cabezas. Un puto helicóptero, y no lo he visto hasta ahora. Jack y otros compañeros de Arturo están junto a él. El tiburón sigue entre sus brazos.
—¡Arturo! —grito, e intento acercarme a él—. ¡Arturooo!
—Señor Lacoste, por favor —me pide el policía—, no puede pasar. Lo siento. No puedo hacer excepciones.
Levanto el brazo y señalo a Arturo con el índice.
—Ese es…
—Sé quién es. Pero no puedo dejarle pasar. Lo siento.
Miro hacia abajo y veo su mano en mi pecho. Levanto los ojos y los clavo en los suyos. Retira la mano de inmediato. Voy a replicarle una barbaridad, pero me vibra el teléfono. Contesto sin mirar quién es. Mis ojos regresan al cuerpo de Arturo y a la boca del tiburón. Siguen demasiado cerca.
—¿Qué?
—¿Es mi hermano el que está en el agua con un puto tiburón entre las manos?
—¿Eres tú?
—¿Qué?
—¿Eres tú el que está en el agua con un puto tiburón entre las manos?
—¡No!
—Entonces será tu hermano, ¿no? ¿O sois puto trillizos y no me he enterado?
—Joder. Eres un puto borde. Han interrumpido todas las emisiones de televisión para dar la notic…
Cuelgo, y advierto un movimiento en la boca del policía. Lo miro. Intenta ocultar una sonrisa. El teléfono me vibra de nuevo. Lo ignoro. Suspiro.
—¿Puedes sacar a mi prometido del agua?
—Me temo que no, señor. Pero va a estar bien. Hemos tomado precauciones.
Miro a Arturo. Tiene una mano en la boca del tiburón. ¿Qué coño intenta hacer? Precauciones, mis cojones. Joder con la puta biología marina. Me está quitando años de vida.
—Mañana me caso con ese chico.
—Lo sabemos, señor.
—¿Puedes asegurarte de que llegue sano y salvo a la boda?
—Por supuesto. Tiene mi palabra. Pero no se mueva de aquí —me advierte con el dedo.
Se dirige a la orilla y yo me veo rodeado por decenas de periodistas y cámaras de televisión.
—¡Lacoste!
—¡Christopher!
—¡Unas palabras, por favor!
Me vibra el teléfono de nuevo y descuelgo por pura agonía. Es Puto Claramunt Dos. Otra vez.
—¿Qué?
—¿Qué coño haces ahí parado como un pasmarote? ¿Firmar autógrafos? ¡Saca a mi hermano del agua!
Cuelgo. No tengo cuerpo para esto. Y la prensa que me sigue preguntando estupideces. Estoy a punto de mandarlos a todos a la mierda, pero un movimiento en el agua nos llama la atención. El tiburón se ha movido. Está reaccionando a lo que sea que están haciendo Arturo y los otros. Se me vuelve a paralizar el corazón. Reina el silencio. Trago saliva. Camino unos pocos pasos e intento acercarme, sin éxito. «Por Dios, Arturo, sal de ahí. Por favor». Pero en lugar de salir del agua, se aleja sin dejar de acariciar al tiburón. Se aleja hasta que le cubre del todo. A mí se me salen los ojos de las órbitas. Está nadando con el tiburón. Está nadando con el puto tiburón. Me llevo las manos a la cabeza.
—¡Hay que llevarlo mar adentro! —le escucho gritar al tiempo que él, parte de su equipo y dos policías intentan moverlo.
¿Qué? ¡Ni de coña!
—¡Arturo! ¡Sal del agua!
Pero Arturo no me oye, solo insiste en llevar al tiburón mar adentro. Una lancha de salvamento aparece por la izquierda, engancha al tiburón y lo mueve con la fuerza del motor. Antes de que me dé tiempo a gritar de nuevo, apenas distingo la cabeza de Arturo. Está demasiado lejos y tengo el reflejo del sol de frente.
Otra lancha va hacia ellos. En la playa hay un silencio sepulcral y el tiempo no pasa lo bastante rápido. Intento tragar más saliva, pero se me atasca en la garganta. Me repito que Arturo está protegido, que el tiburón está atado y que no va a pasarle nada, pero es inútil. Estoy acojonado. ¿En qué momento ha aparecido un tiburón blanco en una playa de Mónaco? Esto no debería estar pasando. Necesito que Arturo vuelva. Necesito tocarlo. Necesito sentir su aliento en mi boca. Necesito decirle un par de cosas. «Vuelve ya, tete».
No sé los minutos que esperamos en la playa. No sé la cantidad de veces que me vibra el teléfono. No sé si el mundo sigue girando. Tengo la mirada perdida en el fondo del mar.
—¡Ya vienen!
Entrecierro la mirada y distingo una de las lanchas. El corazón me late a toda velocidad y no existe ser humano que impida que me meta en el agua. Corro hacia la orilla y entro. Diviso a Arturo dentro de la lancha. No hay ni rastro del tiburón. Respiro de nuevo.
Me ve y salta al agua. Corro hacia él y nos encontramos a medio camino. El agua nos cubre hasta las caderas. Compruebo que tiene todas las preciosas partes de su cuerpo intactas y lo abrazo como creo que no lo he abrazado en mi vida. Está empapado. Y en manga corta. Joder, tiene que estar helado.
—Voy a matarte, Arturo. En cuanto te tenga sano y salvo fuera del agua, te juro que voy a matarte.
—Estoy bien —me dice, y me aprieta más contra él—. Y el tiburón también. Nos lo llevamos al Oceanográfico para curarlo.
—Me has dado un susto de muerte.
—Has visto demasiadas películas de tiburones.
—No vuelvas a hacerme algo así en la vida.
—Se moría, Chris.
—Me la suda. —Arturo ríe—. No te rías. Estoy superenfadado contigo.
—¿Cómo has llegado tan rápido?
—Iba de camino al Oceanográfico cuando te he llamado. Ya sabes que no aguanto a tu hermano y a patito juntos más de media hora, tampoco por separado, y llevan toda la mañana pegados a mi culo.
—Los adoras.
Bufo.
—Ya les gustaría.
—La hostia —escuchamos a nuestro lado—, se me había olvidado lo rápido que corre tu prometido. Todavía me falta el aliento.
—Lárgate, Jack —le digo sin apartar la cabeza del cuello de Arturo.
Jack nos abraza. ¡Está empapado! Joder, qué pegajosa es la gente.
—Dios, qué subidón. Mucho mejor que tu despedida de soltero oficial.
Lo empujo.
—¿Qué parte de cuida de Arturo no has entendido? ¿Por qué no estaba tu puta mano en la boca del tiburón? —le reprocho.
Él me mira indignado, pero con el pelo oscuro chorreando y pegado a la frente como si acabara de pasar por un túnel de lavado no tiene efecto. Tampoco es que lo hubiera tenido estando en condiciones óptimas…
—¿Qué parte de «se me había olvidado lo rápido que corre tu prometido» no has entendido? ¿Y por qué coño iba a meter la mano dentro de la boca de un tiburón blanco de cinco metros?
—¿No eres acuarista?
Sonríe.
—Soy lo que tú quieras, rubiales. Ya lo sabes.
—Eres imbécil.
Me lanza un beso.
—Yo también te quiero.
Arturo ríe. Lo adora. Jack es un buen chaval. Me alegro de que Arturo lo haya encontrado, pero no pienso decirlo en voz alta.
—Buen trabajo, Arturo. Muy buen trabajo —le dice su jefa, y le da unas palmadas en la espalda—. Sobrevivirá gracias a ti. Me voy al Oceanográfico a supervisarlo.
Arturo asiente, feliz. Yo me cago en su puto altruismo y amor por los peces. ¿No puede conformarse con salvar tortugas?
—Voy contigo —dice Jack—. Nos vemos mañana, chicos. Descansad.
Nos guiña un ojo y sale del agua.
De pronto, la gente de la playa se vuelve loca. Todos aplauden y gritan el nombre de Arturo. Lo miro. Tiene las mejillas sonrojadas y una sonrisa preciosa que le ilumina toda la cara. También sonrío.
—Hoy no follas —le digo todo serio.
—¿Qué?
—Ya me has oído.
Sonríe de nuevo y acerca su boca a la mía.
—Mañana nos casamos, señor Lacoste.
—Sí, ¿eh?
—Sí.
—Pues mañana tampoco vas a follar.
Arturo suelta una carcajada y me besa. Qué mono. Se cree que estoy de coña.
Dos segundos me resisto hasta que le devuelvo el beso. Dos segundos. Sabe a sal y a Arturo. Sabe a casa. Gimo y nos besamos más. Nos besamos como solo nosotros sabemos besarnos. Nos besamos porque no puedo enfadarme con él. Nos besamos porque lo quiero con toda mi alma y lo admiro como nunca he admirado a nadie. Nos besamos como si medio mundo no estuviera observándonos. Nos besamos hasta que me vibra el teléfono, en el bolsillo central de la sudadera. Es Puto Claramunt Dos. Otra vez.
—¿Qué quieres ahora? Estoy ocupado.
—Lo vuestro con los besos de tornillo frente a las cámaras de televisión es puro vicio, cuñado. —Miro a nuestro alrededor. Hay decenas de personas grabándonos y sacándonos fotos. Todos sonríen. Joder—. Vamos, venid a casa ya.