Las oportunidades vienen y van, como ráfagas de viento en esta carretera efímera que es la vida. Pero no siempre corren en nuestra misma dirección. Cada cierto tiempo nos rozan, trasversales, como las finas cortinas de lluvia que las retinas humanas apenas captan. Intenta capturar una gota con la mano. Lo más probable es que, al contacto, se disuelva en tu piel, junto con las cientos que la rodean. Y aunque logres aferrarte a una, a veces… simplemente es demasiado tarde.
Mi madre nunca dejaba la puerta del baño abierta cuando estaba dentro. Por eso aquella tarde fruncí el ceño al ver la luz encendida. Me acerqué despacio, con una argamasa espesa de miedo adherida a mi estómago vacío, y posé las yemas de los dedos en la manilla. Empujé con suavidad y dejé que la inercia hiciera el resto. Y lo hizo. Oh, vaya si lo hizo.
Me quedé en el umbral, con el corazón a punto de salírseme del pecho y un pitido agudo taladrándome los oídos; un sonido que jamás olvidaría. Y miedo. Sentí miedo. Más miedo que cuando suspendía un control de matemáticas y temía la bronca.
El dolor es tan fortuito como la captura de esa lluvia.